24.6.07
En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entra la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me decía que apenas recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes sintéticos, a pantallazas maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse a donde me arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones del orden y de desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el Club nos habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo Rocamadour, y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice A veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a sentarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacía estremecerse a madame Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba de Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el piano, tenía todo el tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos dulcemente a fuerza de blues.
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