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Así, sólo basta un aguacero para develar la frágil cáscara de las viviendas populares que se levantan como maquetas de utilería para propagandear la erradicación de la miseria. Sólo basta la llegada del invierno para demacrar la alegría de los pobladores que, después de tantos trámites y subsidios habitacionales, por fin les salió la casa propia. Digo casa, pero la verdad son cajas de cartón que al más simple chubasco se revienen con el agua y las pozas, y todo empieza de nuevo, otra vez de regreso al callamperío marginal, otra vez correr las camas y salvar lo poco valioso que se ha logrado comprar a crédito después de tantos años de esfuerzo. Otra vez poner las ollas y la bacinica para que reciban el insoportable tic-tac de las goteras. Otra vez, con el agua a las rodillas, sacar la mierda en baldes del alcantarillado que cada invierno se tapa, que cada lluvia se rebalsa de mugres y toda la población se convierte en una Venecia a la chilena donde nadan los zapatos, las teteras y las gallinas en el chocolate espeso del lodazal.
Cada invierno, son casi los mismos lugares que reciben la agresión violenta del desamparo municipal. Son los mismos canales: la Punta, las Perdices, el Carmen o las Mercedes, que se revientan en cataratas de palos, pizarreños y gangochos que arrastra la corriente sucia, la corriente turbia que no respeta ni a los cabros chicos, los inocentes niños entumidos que con los mocos del resfrío blanqueando sus ñatas, se amontonan en los albergues temporales que, por lástima y culpa social, les proporciona la municipalidad.
Pero toda esa película trágica del crudo invierno chileno, sirve para que la televisión se atreva a mostrar la cara oculta de la orfandad periférica tal como es. Tal como la viven los más necesitados, que por única vez al año aparecen en las pantallas como una radiografía cruel del pueblo, mostrada a todo color en el blanco y negro de la política. Por única vez al año acaparan la atención periodística, por única vez son estrellas de la teleserie testimonial que programan los noticieros. Por esta vez, se desenmascara la mentira sonriente de los discursos parlamentarios, la euforia bocona de la equidad en el gasto del presupuesto. Por única vez, al jaguar victorioso se le moja la cola, y todos podemos ver su reverso de quiltro empapado, de pájaro moquiento y agripado, como las guaguas de la inundación, que tan chicas, tan débiles, ya aprenden su primera lección de clase, su primera escuela de faltas, tiritando húmedas en los pañales.
lemebel, pedro.
[...] Cuando el mozo deja frente a nosotros los dos balones, Dionisio sonríe por primera vez, pero es una sonrisa gris, sin impulso, apagada. ¡Qué seguro estaba yo! ¿Te acordás? Claro que me acuerdo. Ya no puedo seguir sin preguntarle. Y le pregunto. Estuvo preso, claro, quién no. Sólo cuatro meses. Los agarraron a él y cinco más, incluido Ruben, en una reunión en lo de Vicky. ¿Te acordás de Vicky? Por supuesto. No es para olvidarla. Casi le digo eso, pero me freno, quizá porque tengo la impresión de que está a punto de llorar y que ahí está el nudo del problema. Vicky era su noviecita. Y todo tenía aspecto de amor eterno. Siempre se los veía juntos: en el parque, en las asambleas estudiantiles, en el ómnibus, en el cine, en la Facultad. La llevaron con nosotros. Al principio nos trataron correctamente. Era el bueno. Como no consiguieron sacarnos nada, nos pasaron al malo, que ni siquiera se demoró en la etapa de los piñazos. Directamente a la máquina. No sabés lo que es eso. Sufrís por vos y por los otros. Nunca nos amasijaban simultáneamente. Se la agarraban con uno, y que los demás imaginaran lo peor, bajo la capucha. Tan es así que cuando llega el momento de que te la apliquen a vos, tratás de gritar lo menos posible [aunque es imposible no gritar] para joder menos a los que escuchan y no ven. Así estuvimos quince días. De pronto veo que se afloja, que se tapa la cara con las dos manos. La voz empieza a llegarme entrecortada, por entre sus dedos húmedos y crispados. La única vez que me sacaron la capucha fue cuando la violaron frente a mí. Me tenían amarrado, desnudo. Y a ella a tres metros, desnuda, con las muñecas y los tobillos atados a una tabla ancha, en el suelo. Fueron como diez. Y ella sabía que yo estaba allí, impotente. Al principio gritó como loca, luego se desmayó, pero ellos siguieron, siguieron. Yo quería cerrar los ojos, pero los tipos se daban cuenta y me los abrían a la fuerza. Tuvieron que llevarla al Hospital Militar. Casi se les muere. Un mes después nos soltaron a todos, menos a Ruben. No sé qué hacer. Le pongo una mano en el brazo. La gente del café lo mira gemir y balbucear. [...]