30.6.07


d
i
o
s

es


mi


copiloto

24.6.07

antes de acostarme y soñar después
escribo este "post" y tómo un café
y en su espuma gira lo que no alcancé
a decirte muy bien

(la terrible copia de la cancion de manolete)



una pena que esté en inglés.
Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento: Esto se llama así eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa calle empieza el Jardín des Plantes. París, una tarjeta postal con un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde en la rue du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rue de la Tombe Issoire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una hoja de plátano en el parque. Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar. No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse y daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir el deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su cuerpo.
En ese entonces no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y nos topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada instante, pasábamos de le evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados, mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descascarado de madame Nouguet melodías de Schuberrt y preludios de Bach, o tolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en que vivíamos, es decir el orden en que un bidé se va convirtiendo por obra natural y paulatina en discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me parecía una disciplina necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había llevado muy poco comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad en términos metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto como su denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en que descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rue Réaumur, llovía y empezábamos a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después de haberlo identificado; de esas desventajas estaba hecha mi relación con casi todo el mundo, y cuántas veces, tirado en una cama que ni se tendía en muchos días, oyendo llorar a la Maga porque en el metro un niño le había traído el recuerdo de Rocamadour, o viéndola peinarse después de haber pasado la tarde frente al retrato de Leonor de Aquitania y estar muerta de ganas de parecerse a ella, se me ocurría como una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi vida era una penosa estupidez porque se quedaba en mero movimiento dialéctico, en la elección de una inconducta en vez de una conducta, de una módica indecencia en vez de una decencia gregaria. La Maga se peinaba, se despeinaba, se volvía a peinar. Pensaba en Rocamadour, cantaba algo de Hugo Wolf (mal), me besaba, me preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un papelito amarillo, y todo eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una cama deliberadamente sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo estaba bastante orgulloso de ser un vago consciente y por debajo de lunas y lunas, de incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el Club y las calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y el hambre a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de noches vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo género, bien por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar que bastaba un mínimo de decencia (¡decencia joven!) para salir de tanto algodón manchado. Y así me había encontrado con la Maga, que era mi testigo y mi espía sin saberlo, y la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendo que como siempre me costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la orilla izquierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo, admirando enormemente mis conocimientos diversos y mi dominio de la literatura y hasta del jazz cool, misterios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo me sentía antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica del imán y limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se hacía ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado de prejuicios o que me estaba pasando a los suyos, siempre más livianos y poéticos. En pleno contento precario, en plena falsa tregua, tendí la mano y toque el ovillo París, su materia infinita arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo que se dibuja en la ventana, nubes y buhardillas; entonces no había desorden, entonces el mundo seguía siendo algo petrificado y establecido, un juego de elementos girando en sus goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y meses. No había un desorden que abriera puertas al rescate, había solamente suciedad y miseria, vasos con restos de cerveza, medias en un rincón una cama que olía a sexo y a pelo, una mujer que me pasaba su mano fina y transparente por los muslos, retardando la caricia que me arrancaría por un rato a esa vigilancia en pleno vacío. Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos tantas veces el amor la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este placer, un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la inmovilidad. La Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, volcado en otra figura del mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el agua del tiempo y la negaba.
En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entra la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me decía que apenas recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes sintéticos, a pantallazas maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse a donde me arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones del orden y de desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el Club nos habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo Rocamadour, y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice A veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a sentarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacía estremecerse a madame Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba de Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el piano, tenía todo el tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos dulcemente a fuerza de blues.
No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, las cosquillas, la ética.

la inundación

Cuando llueve todo se moja, dice un refrán, pero aún más los pobres que ven anegarse el metro cuadrado de sus viviendas con los chorros hediondos de la inundación. Y es que el invierno, la estación más desnuda del año, revela las carencias y pesares de un país que cre­yó haber superado la fonola tercermundista, un país narciso que se mira la nariz en los espejos de los edificios, un país que se piensa modelo de triunfo, y al menor desastre, al menor descuido, la indomable naturale­za manda guarda abajo el encatrado del éxito. El andamio económico que se vende como promoción de las glorias enclenques de la justicia social.

Así, sólo basta un aguacero para develar la frágil cáscara de las viviendas populares que se levantan como maquetas de utilería para propagandear la erradicación de la miseria. Sólo basta la llegada del invierno para demacrar la alegría de los pobladores que, después de tantos trámites y subsidios habitacionales, por fin les salió la casa pro­pia. Digo casa, pero la verdad son cajas de cartón que al más simple chubasco se revienen con el agua y las pozas, y todo empieza de nuevo, otra vez de regreso al callamperío marginal, otra vez correr las camas y salvar lo poco valioso que se ha logrado comprar a crédito después de tantos años de esfuerzo. Otra vez poner las ollas y la bacinica para que reciban el insoportable tic-tac de las goteras. Otra vez, con el agua a las rodillas, sacar la mierda en baldes del alcantarillado que cada invierno se tapa, que cada lluvia se rebalsa de mugres y toda la población se convierte en una Venecia a la chilena donde nadan los zapatos, las tete­ras y las gallinas en el chocolate espeso del lodazal.

Cada invierno, son casi los mismos lugares que reciben la agre­sión violenta del desamparo municipal. Son los mismos canales: la Pun­ta, las Perdices, el Carmen o las Mercedes, que se revientan en cataratas de palos, pizarreños y gangochos que arrastra la corriente sucia, la co­rriente turbia que no respeta ni a los cabros chicos, los inocentes niños entumidos que con los mocos del resfrío blanqueando sus ñatas, se amontonan en los albergues temporales que, por lástima y culpa social, les proporciona la municipalidad.

Pero toda esa película trágica del crudo invierno chileno, sirve para que la televisión se atreva a mostrar la cara oculta de la orfandad periférica tal como es. Tal como la viven los más necesitados, que por única vez al año aparecen en las pantallas como una radiografía cruel del pueblo, mostrada a todo color en el blanco y negro de la política. Por única vez al año acaparan la atención periodística, por única vez son estrellas de la teleserie testimonial que programan los noticieros. Por esta vez, se desenmascara la mentira sonriente de los discursos par­lamentarios, la euforia bocona de la equidad en el gasto del presupues­to. Por única vez, al jaguar victorioso se le moja la cola, y todos pode­mos ver su reverso de quiltro empapado, de pájaro moquiento y agripado, como las guaguas de la inundación, que tan chicas, tan débi­les, ya aprenden su primera lección de clase, su primera escuela de fal­tas, tiritando húmedas en los pañales.

lemebel, pedro.

y si no fuera por este frio de mierda que nos hace gastar plata, que ir a comprar la parafina a la copec, que los galones de gas para la estufa, que los diarios pa hacerle una camita calientita a los perros, que los pies helados, que las manos moradas, que la nariz congelada, que los besos con labios fríos y tanta weá. No estoy picado o enojado o sinónimos de eso, pero es que el frío me tiene chato, completamente chato, me iría a arica para andar a pata pelá por la casa, pero no, estamos en santiago. Santiago, esta ciudad mal cuidada, que si vivís lejos ni dan ganas de salir, porque las micros, porque los tacos, porque la gente enojada, o ni siquiera enojada, sólo cansada, cansada y aburrida de tanta perdida de tiempo, de tanto empujarse, de tanto sin respeto que anda caminando. Esta ciudad que la mitad del día la odiamos, pero nos reconciliamos de inmediato, sobre todo las veces que los chubascos limpian la niebla que se nos instala encima de las cabezas, la niebla gris y cochina de los automoviles, de los furgones, de los autos sin licencia, sin patente, y los días después de la lluvia, lluvia-acida o lluvia-dulce, queda esa vista preciosa de la cordillera nevada, nevada hasta abajo y se llegan a diferenciar los arboles de las casas, incluso ver el ladrido de los perros cordilleranos, y aunque dure apenas un par de horas porque el humo súbe rapidito y se queda inmóvil y otra vez nos tapa la vista de todo, hasta de la torre entel, sonreímos, como tontos, pero sonreímos, yo, apretado y pegado a la puerta del vagón numero dos, mirando desde la curva de pedreros la cordillera, ya sin nieve, ya sin humo.

16.6.07

"¿Encontraré a la Maga? Hiciste con nosotros algo que no se hace, nos mostraste la mujer ideal. Después de eso todos buscamos a la Maga en Paris o en Sarandieu, haciendo huevos fritos, escuchando a Charlie Parker, haciendo el amor en una cama rodeada de libros, plumas de gallina, un perro, ollas sucias, decenas de vasos con puchos apagados, un tratado sin abrir de Masters y Jonhson. ¿Encontraré a la Maga? Vos nos dijiste Julio que podíamos encontrarla, no buscarla, que la Maga iba a aparecer sin necesidad de una cita, que la misteriosa ecología de la ciudad iba a juntarnos. Por tu culpa, Julio, las parejas salen separadas a encontrarse, la ciudad está cubierta de personas con aire desconcentrado que cabecean como un boxeador después de un golpe, que espían en las esquinas buscando a ella... Te metiste en la vida, no pasa un solo embotellamiento en que no recuerde la autopista del sur; frente a cualquier discusión, particularmente las discusiones tontas, la memoria me dicta elecciones insólitas... ¿Te acordás? A uno le piden que elija y le dan un calentador Primus, una banana, una rubia de costumbres elásticas... Para desconcierto de la población y del obispo local nos quedamos con la banana. Me aterra tu posibilidad de vomitar conejitos a la mañana: Julio, ya es suficiente que a la mañana el sueño duele en los ojos o el meo se resista a salir. No puedo perdonarte lo de los conejitos. Tampoco lo del límite. Yo vivía tranquilo imaginando esa pared, no tenías que decirme que la pared era una soga que se podía saltar, en ese ring los contornos se pierden, la conciencia se pierde. Vivíamos tranquilos en nuestro metro cuadrado hasta que apareciste. “El hombre más alto del mundo” como escribió alguna vez García Márquez, con los ojos separados como los de un novillo, el brazo en alto señalando hacia allá, hacia allá, a la conciencia, a la soga, a lo extraordinario, lo extraordinario saltándonos encima como un gato, al miedo y a la risa, Julio, Julio... Es natural que interpretes esto como un reproche. Yo quería ser feliz, hacer asados, mirar como despegan los aviones en el aeroparque, no necesitar a la Maga, no plantearme si quiera si la vida tiene más de una dirección: tiene una sola, y es el futuro, no hay dos futuros, hay el mío, no hay conejitos en la garganta, no hay instrucciones para subir una escalera. Yo quería ser feliz, imaginarme hasta acá, no hasta allá, no a donde nunca podré llegar, sacudirme la libertad como una araña del pantalón. Tirarme la araña a la cabeza, eso hiciste. Pelo de araña, mi cabeza se mueve lentamente, nunca sé en que puede terminar, volverme cursi y niño, abrirme a la confusión. Te imagino cada vez que miro por la ventana, o por un tunel o por un ojal, sé de memoria que puedes estar en cualquier sitio, ahora mismo cagándote de risa."

no sé quién fué el autor

12.6.07

Es la lógica, cuando estoy sin ganas para escribir busco textos de autores conocidos o desconocidos y los expongo acá, de alguna manera puede ser el reflejo de lo que me gustaría haber dicho y no dije, de lo que me gustaría haber escrito y no escribí porque no se me ocurrió o no conozco del tema o simplemente porque me gustan.


[...] Cuando el mozo deja frente a nosotros los dos balones, Dionisio sonríe por primera vez, pero es una sonrisa gris, sin impulso, apagada. ¡Qué seguro estaba yo! ¿Te acordás? Claro que me acuerdo. Ya no puedo seguir sin preguntarle. Y le pregunto. Estuvo preso, claro, quién no. Sólo cuatro meses. Los agarraron a él y cinco más, incluido Ruben, en una reunión en lo de Vicky. ¿Te acordás de Vicky? Por supuesto. No es para olvidarla. Casi le digo eso, pero me freno, quizá porque tengo la impresión de que está a punto de llorar y que ahí está el nudo del problema. Vicky era su noviecita. Y todo tenía aspecto de amor eterno. Siempre se los veía juntos: en el parque, en las asambleas estudiantiles, en el ómnibus, en el cine, en la Facultad. La llevaron con nosotros. Al principio nos trataron correctamente. Era el bueno. Como no consiguieron sacarnos nada, nos pasaron al malo, que ni siquiera se demoró en la etapa de los piñazos. Directamente a la máquina. No sabés lo que es eso. Sufrís por vos y por los otros. Nunca nos amasijaban simultáneamente. Se la agarraban con uno, y que los demás imaginaran lo peor, bajo la capucha. Tan es así que cuando llega el momento de que te la apliquen a vos, tratás de gritar lo menos posible [aunque es imposible no gritar] para joder menos a los que escuchan y no ven. Así estuvimos quince días. De pronto veo que se afloja, que se tapa la cara con las dos manos. La voz empieza a llegarme entrecortada, por entre sus dedos húmedos y crispados. La única vez que me sacaron la capucha fue cuando la violaron frente a mí. Me tenían amarrado, desnudo. Y a ella a tres metros, desnuda, con las muñecas y los tobillos atados a una tabla ancha, en el suelo. Fueron como diez. Y ella sabía que yo estaba allí, impotente. Al principio gritó como loca, luego se desmayó, pero ellos siguieron, siguieron. Yo quería cerrar los ojos, pero los tipos se daban cuenta y me los abrían a la fuerza. Tuvieron que llevarla al Hospital Militar. Casi se les muere. Un mes después nos soltaron a todos, menos a Ruben. No sé qué hacer. Le pongo una mano en el brazo. La gente del café lo mira gemir y balbucear. [...]

mario benedetti, con y sin nostalgia.

6.6.07

y el heladero-chocopanda ingresaba con el bus en movimiento, le decía permisojefe al conductor de la máquina y de un extremo a otro caminaba (rápido) y pegaba el grito:

A comer heláo, heláo, heláo.
chocolito, piña, chirimoya,
a cien pesos loh helao.
Pa' la séh, pa' la calór heláo.
A comer heláo, heláo, heláo.

(Bis)

4.6.07

en caso de emergencia rompa el vidrio con el martillo

3.6.07

¿PARA QUÉ HABLAR?
(Fragmento de los Borradores del viejo)

¿Por qué seré tan callado? Cuanto más hablan los que me rodean, menos ganas tengo de decir algo. Tal vez sea éste el sentido de estos Borradores, que he retomado después de seis años. Decir algo. No sé con quién hablar de Aurora. A veces pienso que Claudio comprendería, pero el muchacho está en otra cosa. Sonia está bien. Se las ingenia para acompañarme y no quiero herirla. Es cierto que no hablo mucho con ella. Mi cuerpo sí habla con el suyo y quizá es suficiente. ¿Lo será? Confieso que me mantiene vivo, me destedia el tedio. Ni siquiera le he dicho que su vientre es una delicia. Se lo diré. Me lo prometo. Tampoco ella es muy locuaz. Después de todo, ¿para qué hablar cuando hacemos el amor? Con Aurora la fiesta era distinta. En primer término, era fiesta. Ella no sólo gozaba, también se divertía. Nuestro acto era alegre. No está mal reír en pleno orgasmo. Echo de me- nos la fiesta. Ahí reside el secreto. Aurora no era callada, y yo tampoco lo era en tiempos de Aurora. Me provocaba con preguntas. Me hacía pensar. Sonia, en cambio, cuando habla, ya brinda las respuestas. Respuestas a preguntas que yo no he formulado. Aurora era insegura. Sonia es segurísima. Yo estoy seguro de mi inseguridad. Qué lío. Hoy estuve haciendo cálculos sexuales. La verdad es que he pasado por pocas mujeres. ¿Por fidelidad? ¿Por pereza? No sé. Sólo conté ocho. A mis casi cincuenta, no es una marca como para el Guinness. De las otras, es decir de las ilegales, cinco fueron tan sólo breves escalas. No me dejaron rastros. La que sí me dejó algo fue aquella Rosario. Tal vez no supe retenerla. De otras recuerdo sus pechos, su sexo, sus piernas. De Rosario, sus ojos. Más que sus ojos, su mirada. Miraba como queriendo decir algo y no diciéndolo. Nunca la vi llorar. A veces le decía cosas duras, poco menos que agraviantes, para ver si lloraba. Pero ella sólo me miraba, profundamente pero sin lágrimas. ¿He sido alguna vez feliz? Antes de Aurora, perdí a Rosario. La pobre Aurora se apagó sola. Y ahora está Sonia, que sabe acompañarme. La duda es si somos una pareja. Creo que sí, pero no debería dudar. Me parece.
¿Por qué me habré mudado tantas veces? Pasé por más casas que por mujeres. Estos Borradores los escribo y los guardo aquí, en el hotel. No son para nadie, ni siquiera para mí. No me son indispensables. Podría vivir sin escribirlos. En realidad, esto no es escribir. Apenas es decir algo sobre el papel. El hotel. Es el mejor trabajo que he tenido. Sólo por el privilegio de ver los pinos desde mi despacho, sólo por eso valdría la pena. Además me llevo bien con la gente: empleados, turistas. Por lo general, me he llevado mejor con mis lejanos que con mis cercanos. Con todo, mi más cercano sigue siendo Claudio. No sé si vale como pintor. La verdad es que lo que hace no me gusta demasiado. Se ha puesto un poco pesado con eso de los relojes eróticos. Prefiero que sea buena gente (lo es) antes que buen pintor. El pino mayor mueve su copa. Qué elegancia. Me acompaña bien, como Sonia. Un gallo canta lejanísimo, y luego otro, más cercano. A menudo me vienen ganas de responderles. Pero sólo sé emitir cacareos humanos, no tangos de gallo.

Cuando voy al trabajo, pienso en ti, por las calles del barrio, pienso en ti y al volver de la obra, tras el vidrio empañado sin saber quienes son, donde van, pienso en ti, mi vida, pienso en ti, en ti, compañera de mis dias y del porvenir de las horas amargas y la dicha de poder vivir laborando el comienzo de esta historia,
sin saber el fin…

Cuando vuelvo a la casa y estas ahi, y amarramos los sueños…

lailarai, pienso en ti, mi vida, pienso en ti, en ti compañera de mis dias y del porvenir, laborando el comienzo de esta historia… sin saber el fin….




una de las canciones de amor más bonita que existen.
Una mujer se ha perdido / conocer el delirio y el polvo, / se ha perdido esta bella locura,
su breve cintura debajo de mí. / Se ha perdido mi forma de amar, / se ha perdido mi huella en su mar.
Veo una luz que vacila / y promete dejarnos a oscuras. / Veo un perro ladrando a la luna / con otra figura que recuerda a mí. / Veo más: veo que no me halló. / Veo más: veo que se perdió.

Una mujer innombrable / huye como una gaviota / y yo rápido seco mis botas, / blasfemo una nota y apago el reloj. / Que me tenga cuidado el amor, / que le puedo cantar su canción.

La cobardía es asunto / de los hombres, no de los amantes. / Los amores cobardes no llegan a amores, / ni a historias, se quedan allí. / Ni el recuerdo los puede salvar, / ni el mejor orador conjugar.

Una mujer con sombrero, / como un cuadro del viejo Chagall, / corrompiéndose al centro del miedo / y yo, que no soy bueno, me puse a llorar. / Pero entonces lloraba por mí, / y ahora lloro por verla morir.

"a los hombres les cobramos un poco más, porque el trabajo es más pesado y demoroso. Muchas veces los maridos se depilan la barba, para que no tengan que afeitarse todos los días. Obviamente, después de años de prestobarba, la primera vez les duele mucho, pero las posteriores ya no tanto. Al final le empieza a quedar una barba suavecita, como pelusa en la cara.
Una vez vino una pareja que había hecho una apuesta. La mujer le apostó que si el Colo Colo perdía, el marido tendría que depilarse las piernas. Él estaba un poco enojado y ella muerta de la risa. En el fondo, estaba muerto de miedo, sabía que iba a ser doloroso. Después la mujer me contó que por eso le había hecho esa apuesta: él siempre la molestaba, le decía que se depilara más seguido. Bueno, él depilándose sintió el dolor que siente la mujer para verse bien. Vieras tú como le caían lágrimas. Hasta me dió un poco de pena. No decía nada pero tenía la mandíbula apretada, los ojos llorosos"
Gloria, dueña de peluquería.
the clinic nº201
Y a veces uno siente tantas ganas de visitar y estar ratos gratos con esas personas que durante el año la interacción envivo y endirecto se reduce a solo un par de días y no los puedes visitar porque ya no sabes el número de telefono, porque tienen prueba, porque estan tan ocupados y tu no tienes cómo contactarlo si no es por el monito verde que indica su estado "conectado" en la ventana del MSN y le hablas y no recibes respuesta, porque se conectó en un ciber, en la calle o en la U, y sus minutos fueron para hablar de tareas y no de ¿te acordai de mi?, además que sus vidas y la mia están tan sumidas en la rutina de hacer lo que a esta edad hay que hacer para ser-alguien que la relación personal y fraterna de la amistad pasa a un segundo plano. aunque me duela.

1.6.07

hacía frío y mayo (31), en parque Ohiggins me levanté porque subieron unas escolares todas empapadas y temí que el goteo de sus parcas cayera al piso y con la inercia del tren las gotas se fueran hacia mi asiento, mi suelo-asiento. Rápido, miré por la ventana y afuera en la calle los autos se veían más chicos que la manguereada de agua que caía del griscielo. —Permiso porfavor — Adelante — Gracias señor. "Está nevando" le digo a una pendeja empapada. No me cree y se ríe. Me bajo. Me cierro la chaquetazúl y miro como las mentitas blancas del cielo rebotan en el techo del tren del año setenta y tanto. Camino un poco más rápido, como si caminando rápido de aquí a la escalera las manos se me pondrían tibias. Me detengo en la boleteria para cachar que una piscina de esas azules y bien gigantes estaba derramando toda su agualluviagranizada por el santiago con alerta ambiental y basureros en paro. Depronto cesan los granizos y continúa la lluvia con mala onda de tanta contaminación. Depronto cesa la lluvia maldadosa y caen diamantes del cielo, caían rápido y yo miraba hacia la cordillera, desde mi posición de espectador, con la avenida jorge alessandri rodriguez en mis patashediondas, una plaza trucha frente a mi y de fondo la cordillera de los andes semi-tapada y arriba en el cielitolindo, un retazo de cieloazúl como cortado a mano hacían la pulenta imagen digna de una foto carné en blanco y negro. Los copilotos de los autitos que pasaban por la avenida hacían así para limpiar el vidrio y darse cuenta que las cosas que rebotaban en los parabrisas no eran cagadas de paloma ni de alguna pajarón volador si no que sólo simples pedacitos de agua congelada como la del frícer de la casa. Tercera vez en el día que estaba en Toesca, hacía unas horitas ambos habiamos pasado por el mismo torniquete con las manos pasadas a papas fritas después de haber caminado un poquito, UN POQUITO. Pero mientras se anegaban las calles flaites de mi querida ciudad yo estaba sólo y diciendole a un gíl que se paró a mi lado la inteligente frase: Y ahí está despejado (e indicandole con el dedo el pedazo azul de cielo que era lo unico colorido a esa hora) y seguíamos viendo los granizos que de a poco se volvían liquido y caían en los conductos de agualluvia que van al mapocho. ¿O van a otro lugar?