Una vez que el funcionario apagó la luz y cerró la puerta, la huella primera se atrevió a decir:
—Hola.
—Hola —respondió con voz ronca la recién llegada.
—Qué suerte que viniste. A esta altura, la soledad ya me resultaba insoportable. ¿De qué pulgar venís?
—De la mano de un periodista. ¿Y vos?
—Fuerzas represivas.
—Dura tarea, ¿no?
—¿Por qué lo decís?
—Torturas, bah.
—Se habla y se publica mucho, pero no siempre es cierto.
—¿Nunca?
—A veces sí. Reconozco que mi pulgar siguió un curso intensivo de picana.
—¿Cuál es tu mejor recuerdo?
—Si te voy a ser franco, cuando nos encomendaron tareas administrativas. Allí no había llantos, ni puteadas ni alaridos. ¿Y el mejor recuerdo de tu pulgar?
—El tacto de cierto ombliguito femenino. Una colega francesa y el dueño de mi pulgar estuvieron cubriendo los Juegos Olímpicos con variantes de yudo que los dejaron bastante complacidos.
—¿Por qué te tomaron la impresión digital?
—Renovación de cédula. ¿Y a vos?
—Tres años de arresto. Derechos humanos, comisiones de paz, desaparecidos, todas esas majaderías.
—Y aquí ya ves, todos iguales.
—¿Qué nos queda?
—Resignarse. Mi pulgar era ateo.
—Mi pulgar en cambio era creyente.
—Eso no importa. Después de todo, la mano de Dios no deja huellas.
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