De poner un pie en la pisadera y encaramarse al vuelo cumbiado de la micro. Más bien de entregarse a los tiritones de sus latas decoradas con el barroco picante de los fetiches familiares. Algo así como ponerle ruedas a la mediagua y traficar su estética chillona por los viaductos urbanos.
Casi un museo itinerante del kitsch doméstico que bambolea en el zapatito de guagua colgado en el espejo. Un cristal que perdió su función de vigilar, atiborrado de chiches y encajes nylon que enaguan el azogue de sus bordes. Quizás un marco chantilly para la letra porra de sus calcomanías que rezan beatas "Dios es mi copiloto". Como el pañito tejido a croché que cubre el asiento del chofer, enjugando el sudor ácido de sus verijas obreras.
Una forma de ambientar la travesía popular con el mismo floreado plástico que cubre "la humilde mesa". Sólo que en la micro las rosas plásticas parpadean con luz trashumante. Son guirnaldas pascueras o chispas made in Hong-Kong, que titilan opacadas por el fulgor de los neones en el cielo metropolitano. [...]
No hay comentarios.:
Publicar un comentario